Por María Esther Martínez Díaz
Actualmente, los adelantos tecnológicos y la disponibilidad de Internet, nos permiten comunicarnos con otras personas en cuestión de segundos y en cualquier parte del mundo, ya sea a través de texto, imagen, vídeo o mensaje de voz. Esto lo vemos tan cotidiano que nos es difícil entender cómo las personas se comunicaban en el pasado.
Nuestros padres o abuelos nos podrán hablar del uso de papel y tinta, del sobre, del sello postal, del servicio de correo; del tiempo que tardaban en llegar a su destino, del trabajo de los carteros e incluso de los medios de transporte que utilizaban en su época para llevar los mensajes al destinatario; pero, ¿imaginas cómo era en la antiguedad?
Si nos remontamos al Imperio Romano, en los inicios de la era cristiana, podremos seguir de cerca la odisea de un joven enamorado de clase patricia llamado Cayo Octavio Turino, para enviar un mensaje a su amada Livia Drusila en la lejana Hispania, hoy España.
Sabemos, en primer lugar, que en esa época, escribir era una virtud y privilegio de una profesión, de funcionarios o personas estudiosas llamadas “escriba”, al que acudió Cayo Octavio para dictarle un mensaje que mandaría a su amada Drusila.
El escriba dispuso de un papiro en el que podía escribir por ambos lados, borrar y volver a escribir si se equivocaba; al mismo tiempo realizó una mezcla de resina, hollín y negro de sepia para obtener una tinta de calidad y finalmente afiló una caña para hacer su cálamo para disponerse a tomar nota de lo que le dictase su amigo, pero al momento que Cayo Octavio le mencionó que sería un mensaje privado para su amada, el escriba de inmediato fue por un poco de leche con la que empezaría a escribir; Drusila bien sabía que para descifrarlo, debía espolvorear sobre el papiro un poco de carbón. Terminada la carta, Cayo Octavio la lacró con resina y la selló con el escudo gravado en su anillo.
Mandar al cursor o mensajero privado a Hispania para entregar el mensaje era un riesgo, por lo que Cayo Octavio decidió usar el servicio de correo oficial; se trasladó al cursus publicus y dio indicaciones para la entrega de la carta… “a Livia Drusila que vive cerca del Arco de Medinaceli”
En la antigüedad romana, las plazas y calles no tenían nombre y las casas no estaban numeradas. Las personas vivían en barrios y calles largas por lo que generalmente todos se conocían; de modo que encontrar al destinatario, era fácil. Cayo Octavio indicó al cursus publicus…
“-¿Recuerdas el pórtico allí abajo, cerca del mercado?
-Por supuesto.
-Pasa por allí, cruza la plaza y sigue hacia arriba, cuando llegues a lo alto verás una calleja que baja, síguela sin detenerte. Al final hay, a un lado, un pequeño santuario y enfrente un callejón.
-¿Dónde?
-Donde está la gran higuera silvestre… ¿Sabes cuál es la casa del rico Cratino?
-Si.
-Pasas por delante de ella y tuerces a la izquierda, cruzas la plaza y al lado del santuario de Diana tomas a la derecha. Antes de llegar a la puerta hay una fuente y delante una carpintería. Allí es”. (Eslava J. (1989). Roma de los césares. Barcelona: Planeta.)
¿Te imaginas mandando un mensaje como lo hacían los romanos? Sin duda los adelantos tecnológicos y la existencia de Internet son fundamentales en nuestras vidas para comunicarnos con otras personas en cuestión de segundos y a cualquier parte del mundo.